lunes, 27 de agosto de 2012

¿Estamos en una época de grandes avances?

Mi opinión personal es un NO.

Perfeccionamos avances ya existentes pero estamos retrocediendo en aspectos como contaminación y alimentación. Y pienso que también en el área de las medicinas, aparecen medicamentos para convertir enfermedades en crónicas pero no para erradicarlas y cada vez necesitamos antibióticos más potentes. Pienso que la esperanza de vida se reducirá para todos los nacidos a partir de 1980.

Creo que el único gran avance en los últimos cincuenta años ha sido la informática.

El consumismo implantado por el sistema y las élites gobernantes son los grandes causantes. Los grandes cambios podrían hacer que estas élites perdiesen su lugar de privilegio.

En la sociedad reina la desidia y el menoscabo del esfuerzo y del sacrificio. La cloaca en que se han convertido la programación de alguna cadena televisiva como Telecinco en España o la MTV a nivel internacional es una muestra de la poca actitud (con C) de la sociedad para adquirir conocimiento y pensamiento propio.

Con la muerte de Neil Amstrong he leido dos editoriales que reafirman mi pensamiento del estancamiento del desarrollo científico teórico y sus aplicaciones prácticas. Muy ilustrativa es la comparación que hace Pablo Pardo entre el descubrimiento de América y la llegada del hombre a la Luna ¿Te puedes imaginar que en 1535 solo hubiesen llegado 12 personas a América?...

¿Se ha muerto el progreso con Neil Amstrong?, de Pablo Pardo


En 1968, Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick situaron su Odisea Espacial en 2001. Once años después de esa fecha, la película sigue siendo tan ciencia-ficción como entonces. Los robots no piensan, y de hecho son poco menos que brazos mecánicos. La exploración espacial yace el sueño de los justos. Las teorías del ‘poder aeroespacial’ que sobreexcitaron la imaginación de los estrategas militares en los setenta son, a día de hoy, teorías ridículas.

Neil Armstrong, que acaba de fallecer, sigue siendo uno de los 12 hombres que han puesto el pie fuera de la Tierra. El 12 de diciembre se cumplirán 40 años desde que el último ser humano pisó la Luna.

En 2012 los coches no vuelan. La fusión nuclear está tan lejos como en 1968. No existe una vacuna contra la malaria. Las tasas de mortalidad se han reducido, pero la palabra ‘cáncer’ sigue siendo considerada casi equivalente a ‘condena a muerte’, pese a los innegables avances en la lucha contra esa enfermedad (avances que frecuentemente tienen que ver mucho con el diagnóstico temprano).

Las enfermedades coronarias siguen matándonos. Oscar Pistorius es apodado ‘Blade Runner’, pero la película de Ridley Scott se desarrolla en 2019, y no parece que por Los Ángeles vayan a circular replicantes dentro de siete años (el libro en el que se basa el filme, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, centra la acción en el 3 de enero de 1992, cuando en España el mayor avance tecnológico era la inmediata llegada del AVE y en Los Ángeles los problemas venían de la violencia racial entre negros, coreanos, hispanos y blancos, no entre seres humanos y androides escapados de Marte).

El 87% de la energía del mundo viene de combustibles fósiles, cuyas técnicas de extracción no han cambiado de forma dramática. A pesar de lo que hablamos de ellas en los medios de comunicación, las renovables apenas suponen un 1,32% de la energía mundial.

Los Boeing 747 que empezaron a volar el 9 de febrero de 1969 (cuando Armstrong no había llegado a la Luna) siguen en activo. Se ha extendido la inseminación artificial, pero los niños se hacen como siempre, no en probetas. Hemos desentrañado el genoma, pero seguimos sin saber las claves de muchas enfermedades.

Y, encima, como hemos podido ver hoy, pronto todos los hombres que estuvieron en la Luna se habrán muerto. ¿Se imagina alguien que sólo 12 personas hubieran llegado a América en 1492 y para 1535 se estuvieran muriendo?

Estos casos parecen ratificar la tesis del economista de la Universidad George Mason, Tyler Cowen, de que el progreso tecnológico se ha frenado desde la década de los sesenta. Cowen, en realidad, es un gastrónomo formidable, a quien el autor de estas líneas debe el descubrimiento del mejor restaurante tailandés de Washington, pero también es un economista tremendamente respetado (y, al contrario que Krugman, sin necesidad de ir buscando pelea): es columnista de ‘The New York Times’, tiene el blog más influyente entre sus colegas en todo el mundo, Marginal Revolution, y ha escrito el best-seller The Great Stagnation (El Gran Estancamiento).

¿Viviendo en los cincuenta?

A Cowen le gusta pedir que veamos una película de los cincuenta y comparemos lo que se ve allí con el mundo real. La mayor parte de lo que vemos sigue existiendo hoy. Mejorado, es cierto, pero igual. Los retretes (no sé por qué Cowen siempre acaba hablando de ellos) son iguales. Las cocinas, casi iguales. Los coches, muy parecidos. La televisión, casi igual (sólo que sin pantalla plana). Es cierto que ha habido avances cuantitativos en todas esas áreas, pero ha habido muy pocos cualitativos. Esencialmente, según Cowen, seguimos viviendo en los años cincuenta, que es cuando se generalizaron una serie de inventos desarrollados a principios de siglo y puestos en producción masiva durante la Gran Depresión de los años treinta. El avance de las tecnologías de la información y las comunicaciones (ordenadores, teléfonos e Internet) es, para Cowen, la única excepción a esa regla. Acaso las nuevas técnicas de extracción de petróleo y gas natural (el ‘fracking’, o ‘fracturación hidráulica’), junto con las renovables, también cambien, en unos años, el panorama energético del mundo, aunque por ahora solo son una promesa.

¿A qué se debe esa situación? Según Cowen, a varios factores pero, entre otros, a la menor popularidad de carreras de ingeniería, que tradicionalmente han jugado un papel central en el desarrollo tecnológico. Hoy, quien quiere ganar dinero se hace abogado o médico (al menos, en EEUU) y, si alguien es bueno con los números, se va a Wall Street a diseñar productos financieros (los bancos de inversión arramblaron con muchos astrónomos de la NASA a principios de la pasada década para que crearan los títulos basados en ‘hipotecas basura’). Sin embargo, esa explicación no parece demasiado sólida.

Según este estudio de la Universidad de Georgetown, es cierto que un ingeniero o cualquier licenciado con conocimientos de álgebra tiene una tasa de paro inferior en un 66% a la de la media, pero no lo es menos que apenas el 4,8% de los trabajadores estadounidenses tienen empleos en el campo STEM (las siglas en inglés de Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas), y que para 2018 esa cifra apenas habrá subido al 4,9%.

Sea por la razón que sea, un mundo con menos avances tecnológicos es un mundo más complicado. No es casualidad que el final de lo que Cowen considera la última oleada de progreso, a finales de los sesenta, coincidiera con la aparición de la inflación, agravada por las crisis del petróleo. Si no hay avances tecnológicos, la productividad aumenta menos. Y, por tanto, los salarios deben crecer menos. De lo contrario, hay inflación y se pierde competitividad (el mejor ejemplo es España, donde nos hemos especializado en un sector de baja productividad, como es el inmobiliario, porque las casas, siguiendo a este economista, se hacen de forma similar a hace 40 años; pero, al tener nuestros salarios fijados a la inflación, en la práctica nuestra productividad disminuyó).

Así, no es de extrañar que, en 2010, James Cameron situara Avatar en el año 2154. Donde Kubrick nos daba menos medio siglo para descubrir los orígenes del Universo, ahora Hollywood nos daba más de 150 años para empezar a explorar otros mundos...

Neil Amstrong y el progreso, de Antonio Ruiz de Elvira


Todos los años, allá por navidades, me pide 'El Cultural' una lista de los avances científicos del año. Me siento siempre incapaz de realizarla, porque desde hace años no hay avances científicos, ni siquiera el bosón de Higgs, que es una partícula propuesta en los años 60.

Ha muerto Neil Armstrong y Pablo Pardo, desde Washington, hace un análisis agudo sobre el parón del progreso, científico y tecnológico. Olvida el tremendo parón de la ciencia económica y el retroceso social, del cual no hay mejor testigo que esta noticia

Pablo Pardo intenta encontrar una serie de razones para el parón del progreso. La mejor razón la dio el magnífico físico Edwin Jaynes, experto en Mecánica Estadística, que es la teoría que estudia como se comporta un conjunto de individuos promediando los comportamientos de cada uno de ellos.

Estudiando la evolución de la física, detectó unos cuasi-ciclos de entre 50 y 70 años. Los ciclos son fáciles de entender. Al final de uno de ellos, las teorías al uso se demuestran evidentemente falsas. Han sido desarrolladas en función de una información antigua que las propias teorías han ido cambiando.

En 1600 todas las informaciones indicaban que era la Tierra la que giraba en torno al sol y no a la inversa. Pero el gran bwana de la astronomía, Tycho Brahe, y los guardianes de la ortodoxia, los jesuitas de Roma, rechazaban de plano esa realidad. Sus teorías eran correctas a la vista de los datos de los siglos medievales, pero evidentemente incorrectas en cuanto uno miraba el cielo con un telescopio. Tycho Brahe murió en 1601, y una puerta se abrió a una nueva visión del universo.

En 1670 Newton tenía preparada ya su teoría de la gravitación, y no la pudo publicar hasta 1684, sus colegas rechazaban la teoría.

La hipótesis del calórico pudo ser rechazada en 1780.  Las ecuaciones de Maxwell se propusieron en 1861, y la solución al problema del éter  tardó 45 años hasta la teoría de la relatividad de Einstein. Las ideas sobre la constitución cuántica de la materia fueron propuestas por Bolzmann en el 1871, y no se aceptaron realmente hasta 1930.

Los cuasi-ciclos derivan de una estructura social muy clara: Los nuevos descubrimientos fuerzan un replanteo de las teorías que explican el mundo. Pero los grandes científicos de épocas pasadas anulan, desde posiciones de poder, y para mantener sus ideas, cualquier cambio de mentalidad. Cuando mueren, se abre una vía para las ideas 'revolucionarias' que disfrutan de avances rapidísimos durante unos 25 años (la vida útil de los innovadores). Tras ellos vienen sus discípulos, que no innovan, pero desarrollan detalles de lo que sus maestros inventaron. 50 años después de las revoluciones los que ocupan los puestos de poder (científico, tecnológico, económico) son reaccionarios. Son personas que carecen de visión pero dominan las cátedras, los comités editoriales, los bancos y los puestos políticos. Cómo se dedican a proteger unas teorías inmóviles que les dan el poder, anulan, incluso violentamente, cualquier innovación. Durante 50 años (25 + 25) el progreso es lento o imposible.

El último avance de verdad en la física se hizo entre 1920 y 1930, con un pico en 1926 cuando Schroedinger publicó sus ecuaciones.

Antes de 1920 las generaciones eran de unos 20/25 años. Hoy son de 30/35. Una generación de innovadores, otra de desarrolladores, y una tercera de bloqueadores a la manera de Brahe y el jesuita cardenal Belarmino, dan entre 90 y 105 años . 1926 + 90 años = 2016. 1926 + 105 años = 2031.

Entre estas dos últimas fechas, 2016 y 2031 es altamente probable que se produzcan avances en todos los campos, estimulados por innovaciones en la física que tendrán que ver con el rechazo de la linealidad, de los sistemas simples y el desarrollo de las teorías de sistemas altamente complejos, no lineales y con propiedades emergentes.

Los síntomas de la crisis son claros, como los señala con detalle Pablo Pardo. Los proyectos científicos y tecnológicos que se conceden solo aceptan ligerísimos desarrollos en lo que ya se conoce. Los evaluadores indican a los investigadores que rechacen buscar nuevas ideas y se concentren en pequeños rincones de las antiguas para desarrollarlas de maneras distintas, en una escolástica que recuerda a Salamanca y Bolonia. Se sigue, cansinamente, tratando de validar el 'modelo  estándar', que data de los años 1960. Aceptemos que es válido y pasemos a otra cosa, el modelo es realmente antiguo y no nos dice nada nuevo sobre la naturaleza. En otro campo, se trata de explicar las discrepancias entre lo que se calcula y lo que se mide en el espacio mediante ecuaciones de hace 100 años.  Y así, en casi todos los demás campos. No hay innovación, y la que se propone se mata de raíz.

Pero no solo en el progreso de las ciencias y la técnica.  La idea decimonónica de la democracia anglosajona ha fracasado hoy. Los representantes en los congresos de los países no representan a los electores, sino a sus propios partidos (España) o a los millonarios que les pagan la elección (EEUU).

Y ¿Qué podemos decir de los modelos económicos? Obsoletos, contrarios a la realidad, erróneos. Los modelos económicos, que ni han predicho la crisis ni saben sacarnos de ella, son como la teoría geocéntrica de Tycho Brahe. Cuando he tratado de estimular debates sobre los mismos me he encontrado ante barreras como el Muro de Berlín. Ni conferencias en las facultades de económicas, ni simposia en las fundaciones bancarias, ni cursos de verano. Un foso de cocodrilos impide cualquier evaluación de esos modelos, que como los de Brahe, ''¡son correctos y ya está bien!"

Necesitamos revoluciones, incruentas, en casi todos los campos de nuestras actuaciones vitales.  La sociedad está estancada, y como las aguas estancadas, empieza a oler ya bastante mal.

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